17 oct 2016

EL INQUIETO APRENDIZ - 2º PARTE


El joven Taro está experimentando lo que es ser un sacerdote Onmoji; Consolar a los espiritus que se niegan a partir, sin involucrarse sentimentalmente con ellos quizás no sea tan facil para el.
En mitad de su misión un noble de la ciudad se le acerca para acordar una reunión en su casa y hablar posiblemente sobre la ninjato de Taro, un arma que no es en absoluto comun, pero que muy pocos deberian de saber acerca de esta condición. Tentado por la curiosidad, Taro se adentra junto en Maoshi, para hablar con el señor Dango en su mansión.

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CAPITULO 2 – EL SECRETO DE LA MANSION DANGO

La ciudad de Maoshi no era ni grande ni pequeña, no era importante ni a nivel económico ni político, pero no podía negarse su belleza, una belleza acentuada hoy que se festejaba el obon (Festival de los muertos). El empedrado de sus blancas calles de pálida roca abarcaba a todos los distritos, desde el más pobre hasta el más lujoso. La mayoría de las casas habían llegado a un acuerdo para estar pintadas de colores pálidos o directamente construirse con maderas de colores suaves. Pocas casas no respetaban este acuerdo y sus propietarios eran criticados por los vecinos. Solo se libraban de cumplir este convenio las casas más lujosas, pues altos muros de roca protegían de la vista a los paisanos; aun así estos muros estaban, como no, forrados en finas losas de piedras blancas como la luna. Era una ciudad de un blanco impoluto.

Desde lo alto de estos muros, como si de un gato se tratara, caminaba por la cornisa de estos hacia la casa del Fudai-Danmyo, el travieso Taro observando la vida de la ciudad. Los buenos ciudadanos de Maoshi vestían hoy, día de los muertos, funestos kimonos blancos, pues el blanco es el color del luto, abarrotaban plazas y calles, compadeciéndose y recordando a sus antepasados. La ciudad se llenaba de vida el día de los muertos.

Todo el blanco de Maoshi, ya sea en suelo, paredes o los mismos habitantes, no hacía más que acrecentar los bonitos colores de los números faroles repartidos por toda la ciudad. Aunque eclipsados por la luz del sol, seguían encendidos por el día y podía entreverse su resplandor de colores rojizos y violáceos; pequeños puntos de colores llamativos en un lienzo de blanco sepulcral que en la noche seguramente hubiese sido algo digno de ver con sus propios ojos. 

- Por favor Taro-san… ¿Podría bajarse de ahí? No me complique más las cosas… - El obeso señor Dango se abanicaba con su Paipai mientras le hablaba nervioso. Era verano y dentro de su palanquín se acumulaba mucho el calor. – Los vecinos ya te han reñido varias veces y no quiero buscarme la enemistad de media ciudad por defenderte.

- Desde aquí hay una vistas estupendas de su ciudad Dango-San – Le hablaba al Fudai-Danmyo sin dirigirle la mirada, ni siquiera miraba al suelo donde pisaba o hacia donde se dirigía, estaba concentrado en las vistas de la ciudad. Su sentido del equilibrio era excelente aun cargando la enorme y pesada maleta de madera. 

- Jojojo, sí que lo es, es una ciudad magnifica, pero le aseguro que desde el suelo también puede disfrutar de ella. – El cumplido a su ciudad llenó un poco el ego del señor Dango y este se relajó, aun así no podía permitir que Taro siguiera andando por ahí. – ¿Sabes joven taro? Esos muros se construyeron como calzadas para los gatos de la ciudad, ellos aquí son muy importantes y no les gusta cruzarse con las personas, así que por favor… vuelva al suelo.

- ¡Iada! (No quiero) – Fue una respuesta rápida e infantil. – Si un gato quiere cruzar simplemente le dejaré pasar.

El señor Dango estaba nervioso, no quería ponerse de malos modos con el pequeño monje pero le estaba molestando demasiado, no solo el hecho de que estuviera caminado por propiedad privada de las personas más importantes de la ciudad, sino porque al hacer esto estaba caminando en una posición más elevada que él, y esto era una falta de respeto. Sabía que era una chiquillada, pero siendo un sacerdote Onmyoji debería de haber aprendido que estar en una posición más elevada que un noble es algo penable. 

Apretaba los dientes detrás de su abanico para no ser descubierto por el infante, aunque creía no poder soportar esa humillación por mucho más tiempo. Por suerte vio cerca el cruce de caminos que cortaba la calle y obligaría al travieso Taro a bajarse de allí.

- Taro-saaan – Le hablaba casi canturreando, con cara feliz y haciéndole un gesto con la mano para que se acercara – mira mira, se acaba el camino, ¿Por qué no bajas y te montas aquí conmigo? Si hago hueco podríamos caber los dos – Los portadores del palanquín se miraron mutuamente con mala cara, pues eso supondría un peso extra a su carga. - ¿Qué te parece, eh? Puedes viajar como un noble en lugar de como un gato.

Ágilmente Taro emprendió una corta carrera por el estrecho muro y con un larguísimo salto aterrizó en la cornisa del muro que hacía de esquina en la otra calle. El señor Dango jamás había visto algo semejante y mientras el chiquillo aún estaba en al aire este se llevó las manos a la cara y gritó con horror pues daba casi por sentado que estaba presenciando la muerte de un niño. Su alivio se tornó en ira cuando comprobó que el monje estaba bien pero siguió caminando por las alturas como si no hubiese pasado nada, ni siquiera abría los brazos para ayudarse a equilibrar el cuerpo. De la misma impotencia que sentía de no poder conseguir lo que quería por las buenas, pero no querer recurrir a las malas, partió en dos su pai pai.

Llegaron al fin a la mansión de la familia Dango. Fue un paseo corto pero al señor de la casas se le hizo eterno y no sabía cómo iba a reaccionar si su plan no salía como él deseaba y había soportado a un insoportable chiquillo para nada.

Mientras se acercaban los sirvientes a abrirle la puerta a su señor, Taró se sentó en el muro, mirando hacia adentro, para analizar bien la mansión y jardines de su anfitrión, con las manos encontradas a la altura de su barriga y agitando las piernas juguetonamente.

Era una mansión grande, de las más grandes que había visto, pero tampoco le resultaba intimidante ya que él mismo vivía en uno de los edificios más grandes de todo Shihon, el templo central Omnyodo. Aun así, esta mansión tenía un tipo de lujos que jamás se verían por un templo. El tejado era de un llamativo azul cobalto y las paredes de madera pálida, posiblemente de cerezo. Las puertas correderas no eran de un inmaculado blanco, sino que estaban cubiertas de hermosos grabados, mayormente inspirados en escenas marítimas, con grandes olas y aún mayores serpientes marinas que envolvian barcos enteros. Las referencias a las carpas Koi podían verse en cada rincón del hogar, ya sea en cuadros, estatuas en el jardín o decorando los salientes del tejado. Las paredes no se escapan de tener tallados de exquisita artesanía o algunos chapados de oro en los que se mostraban otras tantas escenas de marineros trabajando.

El jardín era hermoso sin duda, con una clara predilección por las flores azules, todo el suelo era un azulado manto dispuesto a diferentes alturas, de tal forma que en un día con viento pareciera un mar embravecido por las olas. Los arboles de flores blancas regaban este mar con sus pétalos dando el bello efecto de la blanca espuma que se esparce por el mundo por las olas. Cerca del enorme estanque a rebosar de carpas, se encontraba un antiguo y enorme bote que estaba siendo usado como macetero para las más llamativas flores de todo el jardín, tres enormes arbustos redondos con enormes flores carnosas de colores fríos y cerúleos; eran una rara variedad que no podía encontrarse en el país.

Taro dedujo, y no erróneamente, que el antepasado que construyó está mansión habría hecho fortuna en con el mar de alguna manera, y de ahí su fijación con este.

- ¿Es una hermosa casa no crees? – Le comentó con un tono engreído, bastante seguro de que el chico jamás había visto un lugar tan bello. 

- ¿De qué hablas engreído? Mi casa es como diez veces más grande y la belleza de sus jardines no tiene comparación en todo el país ya que está construido con las bendiciones de los kamis y puedes ver fenómenos imposibles por la naturaleza. Tenemos milagrosas maravillas que harían llorar a tus cutres estatuas de patéticos peces… - Todo eso pensó Taro mientras lo que realmente le respondió fue…

- Sin duda debe tratarse de una de las mansiones más hermosas de todo Shihon, solo por ver este jardín ya ha merecido la pena haber venido hasta aquí.

El obeso señor Dango reía con satisfacción mientras se abanicaba con un nuevo pai pai, una risa que fue demasiado larga e incómoda, pues sudaba por el calor que se había concentrado en el interior del palanquín y con la agitación de su cara al reír, las gotas de sudor se acumulaban en los pliegues de su imberbe cara y caigan en su lujoso kimono.

- Es demasiado asqueroso, no sé cuánto tiempo más voy a aguantar sin vomitar. – Pensó para si el monje invitado.

Para sorpresa de Taro, el señor Dango podía andar con sus propios pies y sin ayuda de sirvientes, solo por sus terrenos tal vez, pro el hecho es que estabaacompañandolo hasta el interior de su lujosa casa. Taro se llevó la segunda sorpresa del día; el interior de la casa era fascinante de verdad, era un pequeño trocito de la historia de Shihon. Armas, armaduras y utensilios de todo tipo decoraban las paredes y rincones de la casa. Daba la impresión de estar dentro de un cuartel general y las armaduras montadas de pie hacían las veces de soldados haciendo la guardia. 

Taro creía haber confirmado unas sospechas que tenía desde que fue contactado por el noble en el cementerio. El Fudai-Daimyo notó el interés del chico por todas esas reliquias.

- Jojojo no tengas miedo pequeño Taro, no pueden hacerte daño. – Su obeso dueño se paró frente a una y le propinó unos golpecitos jocosos con su abanico en el casco. – Sus antiguos dueños hace tiempo ya que murieron y desde entonces no han sido usadas para otra cosa más que para decorar esta mansión.

El espíritu atrapado dentro del yoroi se agitaba violentamente, quería asesinar a ese patético gordo que trataba como decoración a la armadura que lo había acompañado a tantas batallas. Al igual que esa armadura, otros tantos objetos y armas estaban malditos, contaminando la zona con un terrible karma negativo. Aun así y pese a que la principal labor de un Onmyoji es exorcizar a los espíritus malvados, Taro decidió callarse el secreto que solo sus ojos podían ver.

Al fin llegaron a la sala del té, allí donde el señor Dango quería llevar a su invitado en todo momento. Era sala hermosa, posiblemente la más hermosa de la mansión, construida de una madera caoba oscura y decorada con múltiples abanicos de colores claros, blanquecinos y rosáceos que contrastaban armoniosamente con el oscuro color de las paredes, como si de un precioso cerezo se tratase. 

Una de las paredes estaba abierta de par en par y podía observase desde ella a poca distancia el precioso estanque y el comportamiento de las carpas en sus aguas claras. El estanque estaba adornado con algunas matas de nenúfares coronados con preciosos lotos purpura y habitados por cantarinas ranas que formaban coros con las cigarras veraniegas para recitar a dúo su monótona canción.

En el centro de la sala reposaba una baja mesa de te, lo suficientemente grande para dar cabida a una decena de personas, y eran exactamente 10 los cojines que estaban dispuestos alrededor de está, de azulados colores que viajaban desde el más claro turquesa tornándose al más oscuro azul marino. 

Con impaciencia y carente sentido de gracia, el señor dango se sentó en un cojín esperando por comer de nuevo sus exquisitos mochis. Se frotaba las manos, se relamía, juntaba la punta de sus dedos con nerviosismo, no quitaba ojo de la puerta por donde debía aparecer la sirvienta para traerle su ansiada comida. Taro miraba con repugnancia el comportamiento de su anfitrión, no siendo distinto que el de un perro que mueve la cola deseoso de ser alimentado por su amo. 

La puerta se abrió y Taro pudo ver como ese hombre daba pequeños botes de alegría, mientras daba insonoras palmas, gesticulaba con sus dedos para darle prisa a su sirvienta y finalmente daba golpecitos en la mesa con estos para indicarle donde debía dejar con urgencia la bandeja de dulces. Con el gesto torcido por el asco que le producía ese hombre, Taro se sentó en el cojín, abatido y casi como si se dejase caer.

- Disfruten la comida mis señores. – La empleada del señor Dango ofreció la bandeja para que ambos pudieran disfrutar de sus delicias. Era una chica joven, no mucho mayor que Taro y algo guapa, la más guapa de las trabajadoras por lo que había podido ver en esa mansión. Vestía el uniforme de trabajo de esa casa; Kimono grisáceo y hakama purpureo, con un pañuelo blanco cubriéndole la totalidad del pelo. – Señor no coma demasiado rápido, procure no atragantarse esta vez… - La chica le habló en susurros a su amo pero Taro pudo escucharlo. Por todos es sabido en Shihon que los mochis han matado más nobles que el hambre, pues por su consistencia gomosa y elástica tienen gran facilidad de quedarse atorados en la garganta y provocar atragantamientos.

Apenas la bandeja había tocado la mesa, las impacientes manos del señor Dango abordaron la bandeja para coger los mejores dulces. A causa de las enormes manazas del opulento señor de la mansión, a Taro le costó ver qué clase de mochis había en la bandeja, pero pudo diferenciar algunos blancos, con azúcar espolvoreada por encima; otros rosa, posiblemente tintados con flor de cerezo o quizás bayas silvestres; los más suculentos eran unos amarillos que estaban recubiertos de miel; el que menos le llamaba la atención era el verde, elaborado con matcha seguramente, y no le gustaba el amargo te.

Cada vez que intentaba agarrar uno, aparecía una obesa pero veloz mano y lo agarraba, y así pasó varias veces, Taro comenzó a frustrarse por no poder agarrar ni un dulce. La velocidad del señor Dango para comer era algo fascinante, sobrepasaba lo humano, y eso lo pensaba alguien que había visto a lo largo de su vida muchas cosas sobre-humanas. Pareciera que el señor Dango no hubiese comido nada en tres días, y no solo por la velocidad a la que comía, sino por como de despreocupado lo hacía; tenía las manos tiznadas de diferentes colores y sustancias, pero su cara era mucho peor; sus labios tenían una mezclanza de polvo blanco y verde; De su papada colgaba un repugnante pegote de miel que temblaba con los movimientos de su mandíbula de imparable masticar, pareciera que iba a saltar en cualquier momento de su boca al plato con una sacudida.

Taro no apartaba la mirada a esa viscosa verruga melosa, y con muchísimo asco rogó a los cielos para que esta no se desprendiera. Por suerte o por que los cielos habían entendido que esa imagen era demasiado horrorosa para existir en el plano de los vivos, la sirvienta le limpió con una servilleta la boca, mientras el hombre no cesaba en su empeño de devorar el plato; ni por un momento paró de comer para ponerle el trabajo fácil. Parecieran una madre con su enorme y orondo bebé de 50 años.   

- Shina… - Dango Masticó rápido y ruidosamente para tragar la masa que llenaba su boca y poder hablar. Taro aprovechó esa tregua a los mochis que le había concedido el tragón para tratar de agarrar uno, pero su mano casi se encontró con la gorda y sucia mano de su invitante que volvió a por más. No tragó rápido para poder seguir hablando sino para poder seguir comiendo. Así pues, con la boca llena continuó hablando.

- Shina, ¿y la encargada de tocar el biwa (Instrumento de cuerda)? – Torpemente imito el gesto de tocar el biwa con sus pringosas manos. - ¿Por qué no nos está deleitando con una hermosa melodía? ¡Tengo un invitado!

- ¡Sumimasen Goshujin-Sama! (Lo siento amo) – La sirvienta se postró en el suelo para ofrecerle una reverencia. El pañuelo blanco que ocultaba su cabello tocaba el suelo de tan profunda que eran sus disculpas. – Eri-san cayó enferma hace cuatro días y aún no ha podido salir de la cama. Pero si tan urgente es la necesidad podría despertarla.

- No, no… esa no, la otra… la nueva… ¿Cómo se llamaba? – Adoptó una pose para pensar, agarrando su codo con una mano y tapándose la mandíbula con la otra, aunque los movimientos rumiantes de su boca podían verse a través de su mano.

- ¡Ontoni Sumimasen, Dango-Sama! (De verdad lo siento mucho señor Dango) – La sirvienta Shina volvió a tocar con su frente el suelo  para disculparse. – Creí que recordaría que se fue ayer para no regresar.

El señor Dango tosió con fuerza repetidas veces y pareciera ponerse colorado. Su sirvienta y casi niñera acudió rápido en su ayuda, mientras este se daba golpes fuertes en el estómago para tratar de auxiliarse a sí mismo. Taro no supo cómo reaccionar, no sabía si ayudar al pobre hombre a no atragantarse o aprovechar la oportunidad para agarrar un mochi... aunque prefirió esperar a ver que hacia Shina antes de hacer nada. Ella trató de rodearlo, tarea nada fácil dada la envergadura de este, pero su amo le ordenó detenerse parándola con una mano. Parecía que había dejado de toser y ya se sentía mejor, así que Shina volvió a su lugar y se sentó de rodillas en el suelo. La ya de por sí gorda cabeza del señor dango ahora estaba hinchada y colorada, y lágrimas brotaban de sus hinchados ojos causadas por la fuerte tos; Era una imagen abominable la de este hombre, ahora más cercano al yokai “Abura-sumashi” que a un ser humano. 

- Dango-Sama ¿Daijobu? (¿Se encuentra bien?) – La sirvienta Shina estaba muy preocupada por su señor. Mas por quedarse desempleada que por lastima, al menos eso es lo que pensaba Taro. 

- Estoy bien, estoy bien – Tosió un par de veces más – No te preocupes, no ha sido nada… Ya me he acordado, es cierto que esa desagradecida se largó ayer. ¿Llegó a decir la razón?

 - Hai, Goshujin-sama (Si amo) – Shina se apresuró en servirle te para que pudiera beber y aliviar de esta manera su atragantamiento. – Dijo que era por la mansión… le aterrorizaba estar aquí. No descansaba en paz, tenía pesadillas y se sentía observada.

- ¿¡Naniii!? (¿Que?) – Al señor de la casa le ofendió profundamente está declaración. - ¿Qué le aterroriza mi preciosa, ¡Preciosa! mansión? Esa mujer está loca y deberían azotarla por tener tan mal gusto…

- Así que ella también podía sentirlos eh… interesante – Pensaba Taro sin decir ni una sola palabra sobre la situación. – Será mejor si recopilo información sobre ella. El gran sumo sacerdote querrá saber sobre ella.

El ambiente se había apagado visiblemente y el señor Dango se percató de ello, así que pese a que aún estaba molesto y esa era una de las causas de la tensión que reinaba la sala en este momento, decidió animar a Taro ofreciéndole al fin, probar sus mejores dulces.

- Ten, ¡Ten! Come, ¡Come! – El señor Dango le ofreció varios mochis, los que cabían en la palma de su mano; uno con azúcar espolvoreada por encima y otro recubierto de miel, la cual le goteaba lenta y pegajosamente entre sus rollizos dedos. – Estas muy delgado para tu edad, mi hijo cuando aún vivía, a tu edad no estaba tan delgado, era hermoso como yo jojojojo.

Con su manaza pringosa agarró las delgadas manos del monje y con la otra le depositó el par de mochis. Ahora las manos de Taro no tenían nada que envidiar en suciedad a las de Dango, el cual le forzó una sonrisa. El sentir las cálidas y pringosas manos de Dango impregnar de porquería las suyas, fue demasiado para Taro y por no vomitar en la bonita sala de té, se levantó con visible mareo y urgencia.

- ¡El servicio! – Le costó mantener el contenido de su estómago adentro al hablar. - ¿Dónde está el servicio?

- La penúltima puerta en esa dirección mi señor. – Le indicó la refinada Shina mientras le señalaba con el dedo la dirección correcta.

El joven sacerdote, pese a la urgencia estomacal no quiso olvidarse de su inseparable maleta, y tras calzársela en la espalda, corrió al tropel con la cara pálida, deseando tener la suficiente velocidad como para no darle una asquerosa tarea extra a la pobre Shina. Por suerte no fue así y llegó a tiempo para evacuar dentro de la tina. Cuando hubo terminado, asomó la cabeza al pasillo a través de la puerta entreabierta, miró en ambas direcciones para comprobar que ningún sirviente estuviese cerca.

- Je je… creo que es el momento para usarlo… - Pensó sonriente mientras cerraba la puerta lentamente sin emitir ningún ruido. Miró a su enorme maleta pensando en el artilugio mágico que iba a usar.

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1 oct 2016

EL INQUIETO APRENDIZ - 1º PARTE


La historia de Gorosuke continuará, pero he decidido darle un pequeño descanso a la acción para presentaros a otro de los 5 miembros que formarán el equipo. Se que dije que solo iba a contar la historia de como se unió Gorosuke en ese grupo, pero bueno, tengo ganas de contar una pequeña intro de todos los Pjs, ya que las demás historias van a ser mucho mas cortas, ocupando uno o dos capitulos solamente. 
En esta historia de dos capitulos os presento a Taro, un inexperto y travieso monje cumpliento una rutinaria mision para mejorar sus habilidades como monje. Puede que por ahora no sea demasiado fuerte, pero no hay que olvidar que es el hijo de la persona mas poderosa de toda Shihon, el alto sumo sacerdote Fukumatsu Meiji y quizás haya heredado algo de su potencial.

- LISTADO DE CAPITULOS.


EL OBON DE MAOSHI




- ¿No creéis que este chico es muy joven para ser un monje?
- No seas estúpida, se puede ser monje desde más joven incluso.
- Ya lo sé, viejo amargado, pero me refería a un monje onmyoji.
- Pues yo creo que para su edad está haciendo bien su trabajo.
- ¡Pues yo no lo creo¡ Jovencito ¿No eres demasiado joven para ser un sacerdote Onmyoji?

- ¿Y vosotros no sois demasiado viejos para asustaros por unos fuegos artificiales? Callaos de una vez y volved a la tumba, no me hagáis el trabajo más difícil – Les respondió el joven sacerdote, el cual recibió un fuerte coscorrón en la cabeza por dar esa fea contestación.

- Oye Taro-chan, trata con respeto a esos venerables fantasmas – Le reprendió su compañero sacerdote, medio siglo mayor que él.

- No me llames Taro-chan – Dijo el niño bastante ofendido – Llámame Taro-Sama, viejo Nuppeppo (Los Nuppeppo son unos Youkai similares a una enorme y deforme cabeza con tantas arrugas y pieles flácidas que pareciera estar derritiéndose.)

Taro era, como todos afirmaban, muy joven para ser un sacerdote Onmyoji, a los 13 años de edad no era común en un monje tener tanta responsabilidad, pero pese a tener una personalidad impulsiva e irrespetuosa como cualquier adolescente de su edad, Taro era increíblemente dedicado y talentoso en su trabajo. Esto era así porque para él, ser un monje no era una profesión, ni siquiera una vocación, era un hobby. A Taro desde siempre le han fascinados los relatos de fantasmas misteriosos, de armas legendarias bendecidas por los dioses, de peligrosos youkais de mil formas que atemorizan a poblados enteros… pasaba horas y horas, días y días, meses y meses leyendo pergaminos sobre diferentes casos de maldiciones y leyendas, sin olvidarse nunca de recitar los sutras y oraciones obligatorias para un monje. Pasó su infancia leyendo y orando, no acostumbraba a salir a jugar y relacionarse con otros niños; Nadie duda de que esa sea la razón de su complexión casi enfermiza, demasiado bajo y delgado para su edad. 

- ¡No me llames Nuppeppo! – Le gritó molesto por esa falta de respeto - No me importa que seas el hijo del sumo sacerdote, para mi eres un sacerdote como cualquiera de nosotros. Le prometí a tu padre que te vigilaría y te entrenaría, así que respétame como si se tratara de él.

- ¡Pero yo soy un sacerdote de dos estrellas y tú solo de una Hiroto ossan¡ (Viejo Hiroto, Hiroto es el nombre del monje tutor de Taro) – Taro se señaló con el pulgar luciendo una cara de gran orgullo – Tu eres el que debería obedecer mis órdenes – Colocó los brazos en jarra y miró ligeramente al cielo de forma arrogante y burlona.

- No eres un monje de dos estrellas maldito mentiroso, vistes el naranja como todos nosotros – Con un gesto abarcó a los otros 3 sacerdotes que estaban trabajando por el cementerio. – Tienes el potencial para convertirte en uno, pero para ello aun tienes que aprender a controlar tu Shikigami – Señaló la ninjato (Espada ninja) que Taro portaba en la cintura y este al considerarlo una ofensa la agarró para protegerla su vista. – y pasar unos años para ganar algo de experiencia y sabiduría, entonces Taro-chan, podrás ir a luchar contra Youkais y romper maldiciones, pero ahora lo que te toca es poner en calma a los espíritus de este cementerio.

Taro miró desganado el cementerio, era un campo enorme, con varios miles de lapidas de piedra dispuestas en una irregular colina verde que descendia hasta un rio. Las lapidas tenían forma de una pequeña columna rectangular donde estaba escrito el nombre del difunto. Las había de diferentes alturas, grosores y colores, pero ninguna llamaba especialmente la atención. En casi todas ellas prendían unas olorosas ramitas de incienso cuyo olor inundaba los alrededores; varios cientos de intensos olores distintos que aturdían los sentidos de los vivos, aunque tranquilizaban a los muertos. Los cinco monjes llamados para realizar la tarea no estaban solos, cientos de personas recorrían los caminos del cementerio, limpiando las tumbas, dejando ofrendas, orando y poniendo al día a sus seres queridos, porque hoy era un día especial en la ciudad de “Maoshi”, hoy se celebraba el Obon (día de los difuntos). 

Maoshi era una ciudad importante que tenía la bonita tradición anual en la cual, en la noche de luna nueva de agosto, depositan en el agua pequeños faroles flotantes con el nombre del familiar al que va destinado la ofrenda. Esta tradición se conoce como “Torou Nagashi” y se celebra en todo Shihon, aunque la peculiaridad de Maoshi es que antes de proceder a dejar en el riachuelo los cientos faroles que formarán la fúnebre pero hermosa procesión que iluminará ambas orillas durante varias horas, se lanzan al aire los “Hanabi” (fuegos artificiales) para con su estruendo despertar a los muertos de su letargo y avisarles de que ya ha llegado el Obon y que pueden recibir la visita de sus familiares.

Pero esta práctica tiene un daño colateral por la cual es desaconsejada desde el templo Omnyodo, y es que despierta a todos los espíritus del cementerio, y al tratarse de un cementerio tan grande hay muchos difuntos que no quieren o no deben ser despertados. Así que, cada año el Fudai-Daimyo (Daimyo de menor importancia, similar a un alcalde) de Maoshi paga al templo Omnyodo para poner en calma a aquellos fantasmas que no encuentran la paz a la mañana siguiente al festival. 

Y en esa tesitura se encontraba Taro, parado frente a la tumba de tres fantasmas de viejos amargados que no habían recibido la visita de su familia y que tenía que poner en calma para que dejaran de molestar. Y tras estos tres, casi un centenar de fantasmas le esperaban, para ser convencidos de dejar de molestar y volver al más allá. Todos lucían como en su último momento de vida pero vistiendo un kimono blanco, y tanto cuerpo como vestimenta eran transparentes y vaporosos, se podía ver a través de ellos, acentuándose más la transparencia en las piernas donde sufría un degradado que llegaba volverse completamente invisible.

- Esto es un rollo… - Masculló en voz baja Taro. - Cuando yo sea el sumo sacerdote se va a enterar Hiroto cara de nuppeppo. – Estaba muy aburrido, esa no era su visión idealizada de lo que era ser un sacerdote onmyoji. - ¡Y vosotros! – Dijo señalando a los tres fantasmas – Ya os vale ¿no? Venga ya y volved a vuestras tumbas. – Dio unas palmadas suaves para meterles prisa.

- Pero es que estoy muy molesta con mi nieta Joven monje – Le dijo la fantasma anciana. – Sé que ha tenido una hermosa niña hace más de un año y aun no la ha traído a presentármela. No hay derecho a que me trate así…

- ¡Oi baba! (Vieja) ¡Eso no es un buen motivo para andar por aquí liándola! – Taro gesticulaba fuerte con los brazos mientras daba pisotones de indignación en el suelo. 

- Mmmmmm… - Taro estaba concentrado pensando con los brazos cruzados mientras emitía un sonido que hacia parecer que lo que estaba haciendo era trabajoso. ¡Wakata Wakata! (De acuerdo, de acuerdo) Haremos lo siguiente, tu vete al más allá, y cuando termine este trabajo te prometo que iré a buscar a tu nieta y le diré que la siguiente vez que venga a visitarte se traiga a su hija. ¿Te parece bien?

- ¿Ontoni? (¿De verdad?) – La señora mayor cambió su cara por una más alegre – Mi nieta se llama Makoto Shiresawa y vive en el distrito oeste. – La anciana comenzó a brillar – Te lo agradezco mucho joven Monje, ¡Arigato! – La anciana desapareció en un destello.

- Por fin… ¿Y a ti que te ocurre Jiji (viejo)? – Esta vez se dirigía al fantasma de la tumba en el centro.

- ¿A mí? Mi familia ya no me trae ofrendas como antes… - El viejo parecía muy decepcionado. – Hace 4 años que no pruebo nada de Sake. 

- ¡Eso no es un problema de verdad! – Taro se enfadó seriamente – No puedo creer que me estéis robando mi tiempo de esta manera… ¡Esta bien! Ya sé que podemos hacer…
Se acercó al oído del fantasma y se colocó la mano frente a la boca para que lo que iba a contarle no fuera escuchado por nadie más, ni sus labios fuesen leídos. El fantasma parecía sorprendido.

- ¿Ves a ese tipo de allí? – Le susurró mientras señalaba con el pulgar disimuladamente a su mentor Hiroto – De esto que voy a hacer no debe enterarse ¿De acuerdo? – El anciano asintió dos veces un poco sorprendido y absorto en la intriga en la que lo había sumido el joven monje. – Aquí guardo un sake especialmente valioso que solo usamos en ofrendas para los más importantes dioses, es un sake sagrado, muy escaso y de un sabor tan extraordinario que nos hicieron prometer que solo se lo serviríamos a los más sagrados y respetados dioses – La cara del fantasma cambió y se puso muy serio. – Te voy a servir un trago a cambio de que vuelvas al más allá, pero no le digas a nadie que te lo he servido o correremos peligro de ser malditos los dos. ¿Estás de acuerdo? – El fantasma asintió con determinación y ahora miraba al monje con gran admiración. No podía esperar para probar ese delicioso sake de los dioses.

Taro se acercó a una enorme mochila que descansaba al lado de esas tumbas. Realmente era un cajón de madera con dos asas para colgársela en la espalda, pero tan gran grande que casi podría confundirse con un armario. Esta mochila acompañaba a Taro a donde quiera que fuese y estaba cargada con una infinidad de objetos mágicos que su padre el sumo sacerdote le había prestado, y otros que había conseguido reunir él mismo en sus viajes. Aunque su objeto más importante lo llevaba siempre consigo, atado a la cintura. De la mochila sacó una botella de barro blanca que tenía escrita los kanjis de “Sake” en tinta negra. La sacó de la mochila como si fuese el mayor tesoro en la tierra, ocultándola del maestro Hiroto y se acercó a la lápida del anciano y muy delicadamente derramó un chorrito sobre esta. 

- ¿Qué tal Jiji? – Le susurró muy emocionado, como si fuera él mismo el que fuera a beber aquel manjar.

- Umaaaai (Delicioso) – El fantasma estaba radiante de felicidad - No puedo creer que esté bebiendo este delicioso sake celestial. Ahora entraré en el mas allá por la puerta grande joven. No tengo palabras para agradecértelo. – El fantasma comenzó a brillar hasta desaparecer en un destello.

- ¡Agradécemelo no volviendo a ser tan testarudo el año que viene! – Una vez el escuálido monje hubo apaciguado el alma del anciano, devolvió la botella de sake a su lugar, pero esta vez sin ningún misterio. – Esta es una botella de sake mágica. – Dijo para sí. - El sake que contiene nunca se agota pero es de baja calidad, aunque eso él nunca lo sabrá, ya que un fantasma ni come ni bebe, solo siente el valor, empeño o cariño que tienen sus ofrendas, así que al hacerlo creer realmente que era el sake más especial del mundo, se sintió enormemente complacido y eso es lo que realmente cuenta.

- Y tú, a ver… ¿Qué diantres pasa contigo? – Se refirió con pocas ganas al último de los tres fantasmas.

- Yo… nada señor monje, es solo que era amigo de ellos dos en vida y me quería quedar hablando con ellos hasta que volvieran al más allá. – Taro lo miró con los ojos entrecerrados, con cara abatida. No terminaba de creerse la estúpida situación que estaba viviendo.

- ¿En serio…? ¡Pues venga, hala, ya te estás despidiendo de esta tierra! – Movía las manos para inducirle prisa, de forma que parecía que estaba conduciendo a unas gallinas dentro de un gallinero.

- Si señor monje, pero antes de eso…
- Tsk… - Taro ya supuso que iba a hacerle una petición estúpida como los dos anteriores.

- ¿Ves a esa agradable ancianita que está orillas del lago? – Señaló cuesta abajó de la colina, por donde pasa el rio donde dejan los faroles. – Es la abuela Ritsu, lleva 8 años quedándose allí y me da mucha pena. ¿Podría ayudarla por favor?

- Vaale vaale, venga, pero vuélvete ya, esos otros dos te estarán esperando en el más allá. – Taro miraba hacia abajo y gesticulaba con la mano para restarle importancia y que se fuera ya.
- Tanomu, Bozu (Cuento contigo, monje). – Dicho esto, su espíritu desapareció.

Taro suspiró profundamente, aliviado por haber terminado su trabajo. Se calzó la mochila, la cual era casi tan alta como el, se levantó con esfuerzo y comenzó a bajar uno de los irregulares senderos que bajaban al rio. 

- ¿A dónde te crees que vas jovencito? - El monje Hiroto lo interceptó a medio camino.
- Voy a ir a ponerle paz a ese fantasma de allí – Le respondió señalando el fantasma de la abuela Ritsu.

- Te he estado observando allá arriba – Le reprimió el viejo monje. – He visto tu manera de actuar y no es nada cauta. La manera en la que se debe poner paz a los espíritus es rezando por su alma, no cumpliendo sus caprichos. Es peligroso involucrarse en sus asuntos y mucho más prometerle algo que no puedes cumplir.

- Ya lo sé, ya lo sé… – Taro le respondió de manera mecánica y desganada, no pudo esconder que solo respondía para obtener su silencio no por que estuviese realmente de acuerdo. – No volverá a ocurrir.

El Viejo sacerdote Hiroto lo miró con desconfianza mientras bajaba el sendero hacia el rio, pero decidió confiar en él y seguir trabajando más arriba.

Taro llegó a la orilla del riachuelo el cual apenas tenía tres pasos de ancho y seguramente no cubriese más allá de las rodillas. Sus aguas cristalinas dejaban ver las piedras redondas de las que estaba compuesto su lecho e incluso casualmente algún pez. Ambas orillas estaban cubiertas por altas zarzas afiladas, por todos lados excepto en ese tramo, el cual había sido cuidado para poder acceder al rio desde allí. Sentada en una gran roca redonda estaba la abuela Ritsu, una casi diminuta señora mayor de aspecto muy dulce y frágil, con las manos cogidas por detrás de la espalda y un gran moño gris y redondo en su cabeza.

- ¡Ooooi obachan! (Abuela) ¡Ohayo! (Buenos días) – Taro sintió algo de ternura por el débil espíritu de esa señora y decidió ser más respetuoso que con los demás fantasmas. 
- ¡Ohayo! Joven monje – La abuela Ritsu buscó en sus bolsillos. – Disculpa que no tenga un caramelito para ofrecerte. Que niño más bueno.

- Obachan ¿Qué hace aquí tan lejos? ¿Por qué no vuelve con los demás?
- ¿Oh?... ¡Ahh! – La abuela Ritsu quizás estaba un poco senil antes de morir. – Estoy esperando por mi farolillo.

- ¿Su farolillo? – Taro se sorprendió – Pero el Torou nagashi fue ayer en la noche, ya no tienen que venir más farolillos.
- ¿Qué? No, jajajaja, no, no, joven, no es así. – La abuela Ritsu sonreía como si lo que hubiese dicho taro fuera absurdo. - A veces pasa que los farolillos tardan en venir porque se quedan atrapados en la orilla, pero tarde o temprano el rio los devuelve a su vereda y los trae. – La abuela Ritsu hablaba muy tranquila, como si creyese de todo corazón lo que estaba diciendo.

- ¿Y lleva aquí desde anoche obachan? – Taro parecía preocupado.
- No no… llevo aquí 8 años. Pero todos los años tengo la mala suerte de que mi farillo se enreda con las zarzas – La voz de la abuelita no parecía triste, sino más bien alegre y dulce. – Estoy esperando de que el rio ponga mis farolillos en su curso y poder ver como mis familiares se acuerdan de mí y me extrañan. – Su voz guardaba mucha esperanza y no vacilaba. 

- Ritsu Obachan… - Taro sintió una fuerte presión en el pecho y se quedó mirando algo triste e inmóvil a la vieja Ritsu, la cual miraba alegre con los ojos entrecerrados a la rivera del rio, esperando por su farol.

- ¡Taro-chan! Digo… Taro-san – Una voz de un hombre adulto le habló desde atrás y por supuesto no pudo resistir la invitación de girarse a ver quién es. - ¿Con quién hablabas? ¿Con uno de esos fantasmas o estabas hablando solo? Jojojo – Era un hombre muy obeso de avanzada edad pero no tanta para ser considerado viejo. Vestía unas ropas lujosas y hablaba con un acento que denotaba su cultura y cierto tono burlón, quizás debido a que estaba hablando con un niño, o al menos eso creyó Taro.

- ¿Quién es usted Ossan? (Es una manera despectiva de decir “Señor de avanzada edad”) – Taro estaba intrigado de que vinieran a buscarlo a él en concreto y no a su maestro Hiroto.

- ¡Que grosero por tu parte llamarme así niño! – El señor estaba notablemente molesto.
- Tú has sido más grosero viejo horripilante… - Eso pensó, pero no lo dijo porque sabía que insultar a un noble le traería problemas graves, y estaba claro que ese viejo horripilante era un noble.

- … Bueno bueno… No tengamos problemas Taro-san, hemos empezado con mal pié, pero esa primera impresión puede cambiarse ¿no crees? – Ese repentino cambio de humor tan adulador no le daba buena espina a Taro, el cual había crecido rodeado de viejos monjes que le enseñaron a perder la inocencia de niño desde antes de aprender a leer y sabia cuando alguien quería engañarle. – Mi nombre es Dango-Sama, si si, como el dulcecito jojojo, (EL Dango es un dulce japonés con forma de bola) puedes reírte muchacho, yo lo hago siempre, jojojo.

- Normal que te llamasen dango, si estas hecho una bola de grasa… deja de hacerte el gracioso conmigo y dime lo que quieres de una vez… - Por supuesto ninguna de estas palabras salieron de la boca del pequeño monje. No llegaron a salir de su mente.

- Soy el Fudai-Daimyo de Maoshi, si, si, el que os ha contratado jojojo…

- No te des tantos aires diciendo que nos has contratado, el favor te los estamos haciendo nosotros a ti librándote de los fantasmas, a nosotros no nos hace falta tu dinero… - Eso fue lo que realmente tenía ganas de decirle, pero lo que en realidad le contestó fue…
- Encantado de conocerlo Dango-San ¿En qué puedo ayudarlo? – Se lo dijo de forma casi autómata, sin alegría en el tono, ya que realmente decía esto porque entiende que debe hacerlo.

 - Pues verás joven monje, estaba conversando con tu compañero, el venerable Hiroto-San sobre el obon, y cuando me habló de ti no pude evitar fijarme en esa preciosa ninjato que llevas colgada en la cintura. – Cuando dijo esto Taro no pudo evitar agarrarla y comenzar a desconfiar seriamente de las intenciones del noble. – ¿Qué te parece Taro-san si te tomas un descanso y vienes a mi casa? Mis sirvientas han preparado unos mochis… Mmmmmm – Esa frase le pareció a taro espeluznante y no pudo esconder su cara de repugnancia al ver como aquel hombre gordo y viejo alzaba las manos agitando los dedos, relamiéndose y casi volteando los ojos en una expresión de éxtasis. – ¡Deliciosos!

- Kimooo…. (Una contracción de “qué asco”) – Eso quiso decir mientras contenía sus ganas de vomitar, pero en su lugar le respondió. 
– Será todo un honor para mí, Dango-san.

Taro sentía curiosidad por descubrir las intenciones del Fudai-Daimyo para con su Ninjato, ¿Por qué se había fijado concretamente en ella? Se preguntaba mientras cargaba de nuevo la pesada mochila. Se giró para darle un último vistazo melancólico  a la abuela Ritsu y comenzó a caminar.

- Dango-San, tengo que informar a Hiroto que me voy contigo, nos reunimos en la entrada ¿vale?

- De acuerdo Joven monje…. ¿Pero no crees que deberías cambiar eso de Dango-San, por Dango-sama?... ¡¿Qué?! – Se asustó al percatarse de que Taro se había marchado sin emitir ningún tipo de ruido y le estaba hablando a la nada. La cara de Dango no decía nada bueno, pero se conformó con saber que el monje había aceptado ir a su casa, así que le hizo un gesto a los cuatro sirvientes que cargaban el lujoso palanquín en el cual había venido, y estos se acercaron para que su señor no se viese obligado a dar un solo paso en el sucio suelo.

Taro subió la cuesta en la que estaba construido el cementerio con gran velocidad. A pesar de que el lugar estaba abarrotado de personas, tumbas, faroles y ofrendas, sorteaba todo con suma facilidad, sobre todo para lo delgado que era y el peso tan grande que cargaba en la mochila, la cual no dejaba de emitir ruido por las múltiples cosas que dentro guardaba, como si fuera un enorme sonajero de madera. 

- ¡Hiiiiroto! – Gritó cuando estaba llegando al lugar en el que su maestro oraba por el alma descarriada de una joven que perdió la vida a temprana edad. – Aquel viejo me ha pedido que lo acompañe a su casa para completar cierta parte del trabajo. – Señalaba el palanquín que subía la verde cuesta del cementerio.

- No te irás a ningún lado jovencito. – Le respondió severamente. – Tu padre en persona me ha encargado que te supervise en tus labores y no pienso dejarte ir a jugar, deberías centrarte más en tus labores, eres un sacerdote onmyoji.

- Peroooo – Fingió mostrar un interés infantil, como si de un niño que llora para que su padre le dé permiso se tratara. – Ese señor es nuestro empleador y me ha pedido que lo acompañe… ¿Cómo vamos a negarle nada a nuestro patrón?

- No trates de engañarme, sé que eso a ti te interesa poco. – Hiroto miró de reojo a Taro con desdén antes de volver a recitarle las oraciones a la chica fantasma.  – Además nos ha pagado por calmar a los espíritus del cementerio no por visitarlo a su casa. Nadie va a decirme como hacer mi trabajo. Taro-Kun… hay una cosa importante que tienes que aprender en este trabajo y es que… ¡¿Qué?! – Se llevó una gran sorpresa al comprobar que Taro ya no estaba detrás suya, había desaparecido de nuevo sin despedirse y sin hacer ruido.

Lo buscó rápidamente con la mirada por cada camino del cementerio hasta que por fin lo encontró arriba del todo, corriendo hacia la entrada donde se encontraba el palanquín. Se despedía con la mano mientras lo miraba con una sonrisa picaresca.

- ¡OIII Hiiirotooo! Volveré pronto, no te preocupes. – Le gritó Taro desde lejos, importándole poco las advertencias y prohibiciones que le habían puesto antes.

El pobre hombre no pudo hacer otra cosa que aceptar de mala gana la situación; se echó la mano a la frente mientras negaba con la cabeza.

- Esto… ¿Bozu-Sama? ¿Se encuentra usted bien? – Le preguntó el fantasma de la chica joven muy preocupada por él, casi tratando de consolarlo tímidamente con sus manos, hasta que el monje se irguió reflexionando sobre algo.

- Ummm… ¿Desde cuándo se ha vuelto así de ágil? – Pensó para sí mientras observaba sus movimientos. – La última vez que lo vi era un niño escuálido que apenas salía a jugar y ahora… ¿Esto es gracias a su shikigami? No puede ser… escuché que no ha conseguido controlarlo aún… ¿Qué habrá pasado? No puede haberse hecho así de rápido sin haber dominado a su shikigami, porque si no… cuando lo domine por completo…