El joven Taro está experimentando lo que es ser un sacerdote Onmoji; Consolar a los espiritus que se niegan a partir, sin involucrarse sentimentalmente con ellos quizás no sea tan facil para el.
En mitad de su misión un noble de la ciudad se le acerca para acordar una reunión en su casa y hablar posiblemente sobre la ninjato de Taro, un arma que no es en absoluto comun, pero que muy pocos deberian de saber acerca de esta condición. Tentado por la curiosidad, Taro se adentra junto en Maoshi, para hablar con el señor Dango en su mansión.
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CAPITULO 2 – EL SECRETO DE LA MANSION DANGO
La ciudad de Maoshi no era ni grande ni pequeña, no era
importante ni a nivel económico ni político, pero no podía negarse su belleza,
una belleza acentuada hoy que se festejaba el obon (Festival de los muertos). El
empedrado de sus blancas calles de pálida roca abarcaba a todos los distritos,
desde el más pobre hasta el más lujoso. La mayoría de las casas habían llegado
a un acuerdo para estar pintadas de colores pálidos o directamente construirse
con maderas de colores suaves. Pocas casas no respetaban este acuerdo y sus
propietarios eran criticados por los vecinos. Solo se libraban de cumplir este
convenio las casas más lujosas, pues altos muros de roca protegían de la vista
a los paisanos; aun así estos muros estaban, como no, forrados en finas losas
de piedras blancas como la luna. Era una ciudad de un blanco impoluto.
Desde lo alto de estos muros, como si de un gato se tratara,
caminaba por la cornisa de estos hacia la casa del Fudai-Danmyo, el travieso
Taro observando la vida de la ciudad. Los buenos ciudadanos de Maoshi vestían
hoy, día de los muertos, funestos kimonos blancos, pues el blanco es el color
del luto, abarrotaban plazas y calles, compadeciéndose y recordando a sus
antepasados. La ciudad se llenaba de vida el día de los muertos.
Todo el blanco de Maoshi, ya sea en suelo, paredes o los
mismos habitantes, no hacía más que acrecentar los bonitos colores de los
números faroles repartidos por toda la ciudad. Aunque eclipsados por la luz del
sol, seguían encendidos por el día y podía entreverse su resplandor de colores
rojizos y violáceos; pequeños puntos de colores llamativos en un lienzo de
blanco sepulcral que en la noche seguramente hubiese sido algo digno de ver con
sus propios ojos.
- Por favor Taro-san… ¿Podría bajarse de ahí? No me
complique más las cosas… - El obeso señor Dango se abanicaba con su Paipai
mientras le hablaba nervioso. Era verano y dentro de su palanquín se acumulaba
mucho el calor. – Los vecinos ya te han reñido varias veces y no quiero
buscarme la enemistad de media ciudad por defenderte.
- Desde aquí hay una vistas estupendas de su ciudad
Dango-San – Le hablaba al Fudai-Danmyo sin dirigirle la mirada, ni siquiera
miraba al suelo donde pisaba o hacia donde se dirigía, estaba concentrado en
las vistas de la ciudad. Su sentido del equilibrio era excelente aun cargando
la enorme y pesada maleta de madera.
- Jojojo, sí que lo es, es una ciudad magnifica, pero le
aseguro que desde el suelo también puede disfrutar de ella. – El cumplido a su
ciudad llenó un poco el ego del señor Dango y este se relajó, aun así no podía
permitir que Taro siguiera andando por ahí. – ¿Sabes joven taro? Esos muros se
construyeron como calzadas para los gatos de la ciudad, ellos aquí son muy
importantes y no les gusta cruzarse con las personas, así que por favor… vuelva
al suelo.
- ¡Iada! (No quiero) – Fue una respuesta rápida e infantil.
– Si un gato quiere cruzar simplemente le dejaré pasar.
El señor Dango estaba nervioso, no quería ponerse de malos
modos con el pequeño monje pero le estaba molestando demasiado, no solo el
hecho de que estuviera caminado por propiedad privada de las personas más
importantes de la ciudad, sino porque al hacer esto estaba caminando en una
posición más elevada que él, y esto era una falta de respeto. Sabía que era una
chiquillada, pero siendo un sacerdote Onmyoji debería de haber aprendido que
estar en una posición más elevada que un noble es algo penable.
Apretaba los dientes detrás de su abanico para no ser
descubierto por el infante, aunque creía no poder soportar esa humillación por
mucho más tiempo. Por suerte vio cerca el cruce de caminos que cortaba la calle
y obligaría al travieso Taro a bajarse de allí.
- Taro-saaan – Le hablaba casi canturreando, con cara feliz
y haciéndole un gesto con la mano para que se acercara – mira mira, se acaba el
camino, ¿Por qué no bajas y te montas aquí conmigo? Si hago hueco podríamos
caber los dos – Los portadores del palanquín se miraron mutuamente con mala
cara, pues eso supondría un peso extra a su carga. - ¿Qué te parece, eh? Puedes
viajar como un noble en lugar de como un gato.
Ágilmente Taro emprendió una corta carrera por el estrecho
muro y con un larguísimo salto aterrizó en la cornisa del muro que hacía de
esquina en la otra calle. El señor Dango jamás había visto algo semejante y
mientras el chiquillo aún estaba en al aire este se llevó las manos a la cara y
gritó con horror pues daba casi por sentado que estaba presenciando la muerte
de un niño. Su alivio se tornó en ira cuando comprobó que el monje estaba bien
pero siguió caminando por las alturas como si no hubiese pasado nada, ni
siquiera abría los brazos para ayudarse a equilibrar el cuerpo. De la misma
impotencia que sentía de no poder conseguir lo que quería por las buenas, pero
no querer recurrir a las malas, partió en dos su pai pai.
Llegaron al fin a la mansión de la familia Dango. Fue un
paseo corto pero al señor de la casas se le hizo eterno y no sabía cómo iba a
reaccionar si su plan no salía como él deseaba y había soportado a un insoportable
chiquillo para nada.
Mientras se acercaban los sirvientes a abrirle la puerta a
su señor, Taró se sentó en el muro, mirando hacia adentro, para analizar bien
la mansión y jardines de su anfitrión, con las manos encontradas a la altura de
su barriga y agitando las piernas juguetonamente.
Era una mansión grande, de las más grandes que había visto,
pero tampoco le resultaba intimidante ya que él mismo vivía en uno de los
edificios más grandes de todo Shihon, el templo central Omnyodo. Aun así, esta
mansión tenía un tipo de lujos que jamás se verían por un templo. El tejado era
de un llamativo azul cobalto y las paredes de madera pálida, posiblemente de
cerezo. Las puertas correderas no eran de un inmaculado blanco, sino que
estaban cubiertas de hermosos grabados, mayormente inspirados en escenas
marítimas, con grandes olas y aún mayores serpientes marinas que envolvian
barcos enteros. Las referencias a las carpas Koi podían verse en cada rincón
del hogar, ya sea en cuadros, estatuas en el jardín o decorando los salientes
del tejado. Las paredes no se escapan de tener tallados de exquisita artesanía
o algunos chapados de oro en los que se mostraban otras tantas escenas de
marineros trabajando.
El jardín era hermoso sin duda, con una clara predilección
por las flores azules, todo el suelo era un azulado manto dispuesto a
diferentes alturas, de tal forma que en un día con viento pareciera un mar
embravecido por las olas. Los arboles de flores blancas regaban este mar con
sus pétalos dando el bello efecto de la blanca espuma que se esparce por el
mundo por las olas. Cerca del enorme estanque a rebosar de carpas, se
encontraba un antiguo y enorme bote que estaba siendo usado como macetero para
las más llamativas flores de todo el jardín, tres enormes arbustos redondos con
enormes flores carnosas de colores fríos y cerúleos; eran una rara variedad que
no podía encontrarse en el país.
Taro dedujo, y no erróneamente, que el antepasado que
construyó está mansión habría hecho fortuna en con el mar de alguna manera, y
de ahí su fijación con este.
- ¿Es una hermosa casa no crees? – Le comentó con un tono
engreído, bastante seguro de que el chico jamás había visto un lugar tan bello.
- ¿De qué hablas engreído? Mi casa es como diez veces más
grande y la belleza de sus jardines no tiene comparación en todo el país ya que
está construido con las bendiciones de los kamis y puedes ver fenómenos
imposibles por la naturaleza. Tenemos milagrosas maravillas que harían llorar a
tus cutres estatuas de patéticos peces… - Todo eso pensó Taro mientras lo que
realmente le respondió fue…
- Sin duda debe tratarse de una de las mansiones más
hermosas de todo Shihon, solo por ver este jardín ya ha merecido la pena haber
venido hasta aquí.
El obeso señor Dango reía con satisfacción mientras se
abanicaba con un nuevo pai pai, una risa que fue demasiado larga e incómoda,
pues sudaba por el calor que se había concentrado en el interior del palanquín
y con la agitación de su cara al reír, las gotas de sudor se acumulaban en los
pliegues de su imberbe cara y caigan en su lujoso kimono.
- Es demasiado asqueroso, no sé cuánto tiempo más voy a
aguantar sin vomitar. – Pensó para si el monje invitado.
Para sorpresa de Taro, el señor Dango podía andar con sus
propios pies y sin ayuda de sirvientes, solo por sus terrenos tal vez, pro el
hecho es que estabaacompañandolo hasta el interior de su lujosa casa. Taro se
llevó la segunda sorpresa del día; el interior de la casa era fascinante de
verdad, era un pequeño trocito de la historia de Shihon. Armas, armaduras y
utensilios de todo tipo decoraban las paredes y rincones de la casa. Daba la
impresión de estar dentro de un cuartel general y las armaduras montadas de pie
hacían las veces de soldados haciendo la guardia.
Taro creía haber confirmado unas sospechas que tenía desde
que fue contactado por el noble en el cementerio. El Fudai-Daimyo notó el
interés del chico por todas esas reliquias.
- Jojojo no tengas miedo pequeño Taro, no pueden hacerte
daño. – Su obeso dueño se paró frente a una y le propinó unos golpecitos
jocosos con su abanico en el casco. – Sus antiguos dueños hace tiempo ya que
murieron y desde entonces no han sido usadas para otra cosa más que para decorar
esta mansión.
El espíritu atrapado dentro del yoroi se agitaba
violentamente, quería asesinar a ese patético gordo que trataba como decoración
a la armadura que lo había acompañado a tantas batallas. Al igual que esa
armadura, otros tantos objetos y armas estaban malditos, contaminando la zona
con un terrible karma negativo. Aun así y pese a que la principal labor de un
Onmyoji es exorcizar a los espíritus malvados, Taro decidió callarse el secreto
que solo sus ojos podían ver.
Al fin llegaron a la sala del té, allí donde el señor Dango
quería llevar a su invitado en todo momento. Era sala hermosa, posiblemente la
más hermosa de la mansión, construida de una madera caoba oscura y decorada con
múltiples abanicos de colores claros, blanquecinos y rosáceos que contrastaban
armoniosamente con el oscuro color de las paredes, como si de un precioso
cerezo se tratase.
Una de las paredes estaba abierta de par en par y podía
observase desde ella a poca distancia el precioso estanque y el comportamiento
de las carpas en sus aguas claras. El estanque estaba adornado con algunas
matas de nenúfares coronados con preciosos lotos purpura y habitados por
cantarinas ranas que formaban coros con las cigarras veraniegas para recitar a
dúo su monótona canción.
En el centro de la sala reposaba una baja mesa de te, lo
suficientemente grande para dar cabida a una decena de personas, y eran
exactamente 10 los cojines que estaban dispuestos alrededor de está, de
azulados colores que viajaban desde el más claro turquesa tornándose al más
oscuro azul marino.
Con impaciencia y carente sentido de gracia, el señor dango
se sentó en un cojín esperando por comer de nuevo sus exquisitos mochis. Se
frotaba las manos, se relamía, juntaba la punta de sus dedos con nerviosismo,
no quitaba ojo de la puerta por donde debía aparecer la sirvienta para traerle
su ansiada comida. Taro miraba con repugnancia el comportamiento de su
anfitrión, no siendo distinto que el de un perro que mueve la cola deseoso de
ser alimentado por su amo.
La puerta se abrió y Taro pudo ver como ese hombre daba
pequeños botes de alegría, mientras daba insonoras palmas, gesticulaba con sus
dedos para darle prisa a su sirvienta y finalmente daba golpecitos en la mesa con
estos para indicarle donde debía dejar con urgencia la bandeja de dulces. Con
el gesto torcido por el asco que le producía ese hombre, Taro se sentó en el
cojín, abatido y casi como si se dejase caer.
- Disfruten la comida mis señores. – La empleada del señor
Dango ofreció la bandeja para que ambos pudieran disfrutar de sus delicias. Era
una chica joven, no mucho mayor que Taro y algo guapa, la más guapa de las
trabajadoras por lo que había podido ver en esa mansión. Vestía el uniforme de
trabajo de esa casa; Kimono grisáceo y hakama purpureo, con un pañuelo blanco
cubriéndole la totalidad del pelo. – Señor no coma demasiado rápido, procure no
atragantarse esta vez… - La chica le habló en susurros a su amo pero Taro pudo
escucharlo. Por todos es sabido en Shihon que los mochis han matado más nobles
que el hambre, pues por su consistencia gomosa y elástica tienen gran facilidad
de quedarse atorados en la garganta y provocar atragantamientos.
Apenas la bandeja había tocado la mesa, las impacientes
manos del señor Dango abordaron la bandeja para coger los mejores dulces. A
causa de las enormes manazas del opulento señor de la mansión, a Taro le costó
ver qué clase de mochis había en la bandeja, pero pudo diferenciar algunos
blancos, con azúcar espolvoreada por encima; otros rosa, posiblemente tintados
con flor de cerezo o quizás bayas silvestres; los más suculentos eran unos
amarillos que estaban recubiertos de miel; el que menos le llamaba la atención
era el verde, elaborado con matcha seguramente, y no le gustaba el amargo te.
Cada vez que intentaba agarrar uno, aparecía una obesa pero
veloz mano y lo agarraba, y así pasó varias veces, Taro comenzó a frustrarse
por no poder agarrar ni un dulce. La velocidad del señor Dango para comer era
algo fascinante, sobrepasaba lo humano, y eso lo pensaba alguien que había
visto a lo largo de su vida muchas cosas sobre-humanas. Pareciera que el señor
Dango no hubiese comido nada en tres días, y no solo por la velocidad a la que
comía, sino por como de despreocupado lo hacía; tenía las manos tiznadas de
diferentes colores y sustancias, pero su cara era mucho peor; sus labios tenían
una mezclanza de polvo blanco y verde; De su papada colgaba un repugnante
pegote de miel que temblaba con los movimientos de su mandíbula de imparable
masticar, pareciera que iba a saltar en cualquier momento de su boca al plato
con una sacudida.
Taro no apartaba la mirada a esa viscosa verruga melosa, y
con muchísimo asco rogó a los cielos para que esta no se desprendiera. Por
suerte o por que los cielos habían entendido que esa imagen era demasiado
horrorosa para existir en el plano de los vivos, la sirvienta le limpió con una
servilleta la boca, mientras el hombre no cesaba en su empeño de devorar el
plato; ni por un momento paró de comer para ponerle el trabajo fácil.
Parecieran una madre con su enorme y orondo bebé de 50 años.
- Shina… - Dango Masticó rápido y ruidosamente para tragar
la masa que llenaba su boca y poder hablar. Taro aprovechó esa tregua a los
mochis que le había concedido el tragón para tratar de agarrar uno, pero su mano
casi se encontró con la gorda y sucia mano de su invitante que volvió a por
más. No tragó rápido para poder seguir hablando sino para poder seguir
comiendo. Así pues, con la boca llena continuó hablando.
- Shina, ¿y la encargada de tocar el biwa (Instrumento de
cuerda)? – Torpemente imito el gesto de tocar el biwa con sus pringosas manos.
- ¿Por qué no nos está deleitando con una hermosa melodía? ¡Tengo un invitado!
- ¡Sumimasen Goshujin-Sama! (Lo siento amo) – La sirvienta
se postró en el suelo para ofrecerle una reverencia. El pañuelo blanco que
ocultaba su cabello tocaba el suelo de tan profunda que eran sus disculpas. –
Eri-san cayó enferma hace cuatro días y aún no ha podido salir de la cama. Pero
si tan urgente es la necesidad podría despertarla.
- No, no… esa no, la otra… la nueva… ¿Cómo se llamaba? – Adoptó
una pose para pensar, agarrando su codo con una mano y tapándose la mandíbula
con la otra, aunque los movimientos rumiantes de su boca podían verse a través
de su mano.
- ¡Ontoni Sumimasen, Dango-Sama! (De verdad lo siento mucho
señor Dango) – La sirvienta Shina volvió a tocar con su frente el suelo para disculparse. – Creí que recordaría que
se fue ayer para no regresar.
El señor Dango tosió con fuerza repetidas veces y pareciera
ponerse colorado. Su sirvienta y casi niñera acudió rápido en su ayuda,
mientras este se daba golpes fuertes en el estómago para tratar de auxiliarse a
sí mismo. Taro no supo cómo reaccionar, no sabía si ayudar al pobre hombre a no
atragantarse o aprovechar la oportunidad para agarrar un mochi... aunque
prefirió esperar a ver que hacia Shina antes de hacer nada. Ella trató de
rodearlo, tarea nada fácil dada la envergadura de este, pero su amo le ordenó
detenerse parándola con una mano. Parecía que había dejado de toser y ya se
sentía mejor, así que Shina volvió a su lugar y se sentó de rodillas en el
suelo. La ya de por sí gorda cabeza del señor dango ahora estaba hinchada y
colorada, y lágrimas brotaban de sus hinchados ojos causadas por la fuerte tos;
Era una imagen abominable la de este hombre, ahora más cercano al yokai “Abura-sumashi”
que a un ser humano.
- Dango-Sama ¿Daijobu? (¿Se encuentra bien?) – La sirvienta
Shina estaba muy preocupada por su señor. Mas por quedarse desempleada que por
lastima, al menos eso es lo que pensaba Taro.
- Estoy bien, estoy bien – Tosió un par de veces más – No te
preocupes, no ha sido nada… Ya me he acordado, es cierto que esa desagradecida
se largó ayer. ¿Llegó a decir la razón?
- Hai, Goshujin-sama
(Si amo) – Shina se apresuró en servirle te para que pudiera beber y aliviar de
esta manera su atragantamiento. – Dijo que era por la mansión… le aterrorizaba
estar aquí. No descansaba en paz, tenía pesadillas y se sentía observada.
- ¿¡Naniii!? (¿Que?) – Al señor de la casa le ofendió
profundamente está declaración. - ¿Qué le aterroriza mi preciosa, ¡Preciosa!
mansión? Esa mujer está loca y deberían azotarla por tener tan mal gusto…
- Así que ella también podía sentirlos eh… interesante –
Pensaba Taro sin decir ni una sola palabra sobre la situación. – Será mejor si
recopilo información sobre ella. El gran sumo sacerdote querrá saber sobre
ella.
El ambiente se había apagado visiblemente y el señor Dango
se percató de ello, así que pese a que aún estaba molesto y esa era una de las
causas de la tensión que reinaba la sala en este momento, decidió animar a Taro
ofreciéndole al fin, probar sus mejores dulces.
- Ten, ¡Ten! Come, ¡Come! – El señor Dango le ofreció varios
mochis, los que cabían en la palma de su mano; uno con azúcar espolvoreada por
encima y otro recubierto de miel, la cual le goteaba lenta y pegajosamente entre
sus rollizos dedos. – Estas muy delgado para tu edad, mi hijo cuando aún vivía,
a tu edad no estaba tan delgado, era hermoso como yo jojojojo.
Con su manaza pringosa agarró las delgadas manos del monje y
con la otra le depositó el par de mochis. Ahora las manos de Taro no tenían
nada que envidiar en suciedad a las de Dango, el cual le forzó una sonrisa. El
sentir las cálidas y pringosas manos de Dango impregnar de porquería las suyas,
fue demasiado para Taro y por no vomitar en la bonita sala de té, se levantó
con visible mareo y urgencia.
- ¡El servicio! – Le costó mantener el contenido de su
estómago adentro al hablar. - ¿Dónde está el servicio?
- La penúltima puerta en esa dirección mi señor. – Le indicó
la refinada Shina mientras le señalaba con el dedo la dirección correcta.
El joven sacerdote, pese a la urgencia estomacal no quiso
olvidarse de su inseparable maleta, y tras calzársela en la espalda, corrió al
tropel con la cara pálida, deseando tener la suficiente velocidad como para no
darle una asquerosa tarea extra a la pobre Shina. Por suerte no fue así y llegó
a tiempo para evacuar dentro de la tina. Cuando hubo terminado, asomó la cabeza
al pasillo a través de la puerta entreabierta, miró en ambas direcciones para
comprobar que ningún sirviente estuviese cerca.
- Je je… creo que es el momento para usarlo… - Pensó
sonriente mientras cerraba la puerta lentamente sin emitir ningún ruido. Miró a
su enorme maleta pensando en el artilugio mágico que iba a usar.
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